Allá
vimos a su hijo peleándose con otro, le dijo una señora a mi mamá. Ella me
estaba esperando en la sala con la tajona en la mano. Pasá papito ¿Para eso te
mando a la escuela? ¿Para buscar pleito? Y ¡juá, juá, juá! Me tiró tres fajazos
en las patas que me ardieron más que el moretón.
No
recuerdo cuándo me cayó por primera vez, supongo que al principio fueron
nalgaditas en el pañal. Mi abuelita Amanda solía darme con una ramita de
guayabo cuando me iba a vagar al río, o a apedrear garrobos. Un día Vicente, mi
tío mayor que yo tan solo dos años, y yo nos fuimos a vagar por el lado de la
fábrica de azúcar, en el ingenio San Antonio, y alguien fue con el chivatazo
que Vicente y yo estábamos nadando en las pilas de melaza de caña como si de
agua se tratara. Cuando regresamos a casa mi abuelita me estaba esperando con
la ramita de guayabo y a Vicente lo esperaba mi abuelito Facundo con el
cinturón de cuero por ser el de las ideas.
Cuando
alguien era cogido en la vagancia les caía a todos. Mi tía Miriam decía “ahora
los cachimbeo a todos, para que aprendan” y nos caía en fila, uno por uno. Mi
primo Iván era el que más aguantaba por “paradito” y desobediente, por curtido,
no paraba con la minimoto por las calles de Chinandega, hasta pasaba haciendo
piruetas en una rueda. Mi tía le daba con lo que encontraba, le tiraba la
chinela o le caía a chancletazo en el lomo ¡pipoj, pipoj, pipoj! Y si me
levantás la voz te quemo la trompa con un tizón, jodidito de mierda.
Mi papá
casi nunca nos pegó. Una vez, creo que en 1967, llegamos a Juigalpa de vacaciones Moisés, Ulises y yo,
me enojé con mi padre porque no me quería dejar montar un hermoso caballo que
tenía en la finca, me tocó montar un burro y al regresar a Juigalpa,
encolerizado, le destruí el chagüite del patio a machetazos. Ese hombre estaba
pálido cuando se sacó el cinturón con rabia y me descargó la cuenta del
chagüite en el lomo y en las patas. Esa vez me hizo llorar por ser la primera y
única vez. Mi hermano Danilo sí que recibió lluvias de palo de mi padre, de mi
madre y de mi tía Miriam porque era el más pate perro y el más curtido y cuando
se juntaba con Iván eran insoportables.
Mi
padre solía estacionar el Land Rover muy cerca de la ventana de su clínica,
cuesta abajo en la acera de la Deyfilia, de manera que si uno encendía el motor
él se daba cuenta de inmediato. Un día de 1970 quise ir a dar una vuelta por el
pueblo para ver a las muchachas caminando por las aceras. Cogí la llave, le
quité el freno de emergencia al jeep y lo mandé para abajo con el motor apagado
para que no se enterara, a mitad de la bajada lo encendí y fui a dar mi
vueltón. Viniendo de Palo Solo a todo mamón y abriendo la boca, a la altura de
la escuela de mecanografía, le di a una camioneta por detrás por no frenar a
tiempo. Se me rompieron los laterales. ¡A qué hora cogí este chunche! Lo fui a
estacionar despacito, apagué el motor antes de detenerme, puse las llaves en su
sitio y me largué de la casa para evitar el castigo. Me fui a dormir a la finca
de Apompuá y regresé al día siguiente. No me dijo nada. Eso significaba que yo
ya era un adulto.
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