Tuesday, July 12, 2016

El Cable

EL CABLE

Papayón era un amigo mayor que nosotros, con experiencia de calle, de guaro y de pleitos. Un día de 1967 nos convenció a mis otros dos hermanos menores y a mí de ir y acompañarnos donde las putas, de las Siete Esquinas para allá arriba. Yo ya había cumplido los trece años y, según él, ya era hora de hacerme hombre. A como pudimos conseguimos cinco córdobas y un chelín cada uno. El día convenido y al caer la noche nos reunimos en el parque central de Masaya, nos persignamos desde afuera de la iglesia para que Dios nos protegiera de los chivos y nos encaminamos a la zona. Papayón nos dio un traguito de Santa Cecilia a cada uno para coger valor. Al llegar a la casa escogida por nuestro guía nos recibió una madame seria, con gesto grave. Un poco oscuro el sitio, entrando y a la izquierda había una roconola, en el piso lleno de aserrín quedaban las pisadas de algunas parejas bailando despidiendo olor a alcohol, a desodorante Odorono y a pintura de labios. A la derecha estaban las muchachas sentadas en sillas de esas de alquiler para cumpleaños. Detrás habían cortinas que tapaban las entradas a los cuartos. Papayón me dijo que me iba a escoger a la más vieja porque tenía más experiencia y daba mejor servicio. -Dame el chelín, me dijo el vaqueano, te voy a poner una canción que a la puta le encanta porque se mueve mejor. A mis otros dos hermanos también les pidió el chelín. Vino hacia mí una vieja culona como de cincuenta años, tenía un vestido verde hasta la mitad de los muslos y calzaba tacones blancos. Con toda amabilidad me tomó de la mano y me dijo: -Vení papito que te voy a hacer rico. Aquella tijera tronaba y ella gemía para hacerme creer que yo la estaba castigando duro. Allá en la sala sonaba a todo volumen la canción que Papayón me había puesto en la roconola; era «El Cable» de Hugo Blanco, un arpista venezolano que estaba de moda en esos días. Al final del descubrimiento de la mujer, la doña me dijo: -Tomá mi amor, limpiate el boli con esto y lo tiras en la vasinilla. Cuando salimos de ese templo del deseo, mis dos hermanos y yo nos encaminamos a casa con paso firme a lo John Wayne, sacando pecho de machos callejeros. Al llegar a casa nos robamos escondido una botella de alcohol, por recomendación del mismo Papayón, y nos fuimos a un solar vacío detrás de la casa; nos bajamos los pantalones y nos lavamos con alcohol las pirinolas. Todavía escucho los gritos en mis oídos.