Una de
las fiestas taurinas más populares en el mundo es la de San Fermín en Pamplona,
España, en la cual se canta, se bebe y se baila día y noche en las calles por
poco más de una semana. Sin duda alguna, las atracciones principales de estas
celebraciones multitudinarias son los ‘encierros’ y las corridas en la plaza
de toros.
Existe
una enorme controversia sobre la tauromaquia –en su modalidad actual- desde sus
inicios en España en el siglo XVIII hasta el día de hoy. Siempre han estado
divididas las opiniones en pro o en contra de este sangriento y bárbaro espectáculo
digno de ser llevado al Coliseo Romano de la era imperial. Pero no voy a entrar
en polémica de corte de orejas. Solo me voy a referir someramente al oscuro
origen del culto taurino y a una anécdota personal.
El
culto taurino es milenario y heredado de la cultura minoica, o sea de la
civilización cretense anterior a la Micénica. Ya los griegos hacen mención del
toro en sus leyendas de Zeus convertido en toro para raptar a la princesa Europa,
o la del minotauro que vivía en el laberinto de Knossos y que era alimentado
con doncellas. Según la leyenda platónica, fue en la Atlántida donde se inició
el culto taurino. Los toros sagrados de Geríones estaban en el sur de España
(Tartessos); asirios babilonios, persas e hititas también rendían culto al toro.
En Creta se hacían piruetas extraordinarias sin necesidad de sacrificar al
animal: se esperaba al toro ''con garbo torero'' cuando el toro embestía a todo
tren, el atleta saltaba sobre el toro asido a los cuernos e impulsado por los
mismos, caía de pie sobre el lomo y daba otra vuelta más cayendo de pie detrás
del toro.
En 1981
asistí a una corrida portuguesa y quedé sorprendido al ver que tenía
concomitancias con la corrida minoica.
Yoshimura
Katsuaki, un amigo japonés estudiante de literatura castellana y yo, nos fuimos
a Pamplona para los sanfermines de 1977 por tres días. El hombre estaba
emperrado que quería correr delante de los toros. Pasamos el primer día y la primera noche tomando
vino a pico de botella y durmiendo en las aceras porque los hoteles estaban a
tope. A la mañana siguiente nos fuimos al encierro, la carrera de los toros desde el corral hasta la plaza de toros por una calle cercada y por donde los atrevidos corren con las bestias esquivando las cornadas y pisotones con suerte si se sale ileso. Yoshi me dio la cámara, se metió a la calle
dando saltos de calentamiento con todos los chicos de blanco y rojo, esperando
que aparecieran los primeros toros a la vuelta de la esquina. Yo estaba
preparado con la Minolta en mano aferrándome con las piernas arriba de la
baranda que flanqueaba la calle. Cuando aparecieron
las bestias, Yoshi me gritó ¡AHORAAA! Yo empecé a tirar fotos mientras el nipón
venía a toda máquina, con los anteojos empañados del susto y su lacia cabellera negra ondeando como bandera kamikaze, de un salto subió a la barrera mientras pasaba
el grueso de los taurinos. Satisfechos regresamos a un hostal compartido que
alguien nos facilitó para dormir un rato. Nunca había visto a un japonés llorar
como un niño, a moco tendido, se le había olvidado insertar la película en la cámara.