EL CABLE
Papayón era un amigo mayor que nosotros, con experiencia de
calle, de guaro y de pleitos. Un día de 1967 nos convenció a mis otros dos
hermanos menores y a mí de ir y acompañarnos donde las putas, de las Siete
Esquinas para allá arriba. Yo ya había cumplido los trece años y, según él, ya
era hora de hacerme hombre. A como pudimos conseguimos cinco córdobas y un
chelín cada uno. El día convenido y al caer la noche nos reunimos en el parque
central de Masaya, nos persignamos desde afuera de la iglesia para que Dios nos
protegiera de los chivos y nos encaminamos a la zona. Papayón nos dio un
traguito de Santa Cecilia a cada uno para coger valor. Al llegar a la casa
escogida por nuestro guía nos recibió una madame seria, con gesto grave. Un
poco oscuro el sitio, entrando y a la izquierda había una roconola, en el piso
lleno de aserrín quedaban las pisadas de algunas parejas bailando despidiendo
olor a alcohol, a desodorante Odorono y a pintura de labios. A la derecha
estaban las muchachas sentadas en sillas de esas de alquiler para cumpleaños.
Detrás habían cortinas que tapaban las entradas a los cuartos. Papayón me dijo
que me iba a escoger a la más vieja porque tenía más experiencia y daba mejor
servicio. -Dame el chelín, me dijo el vaqueano, te voy a poner una canción que
a la puta le encanta porque se mueve mejor. A mis otros dos hermanos también
les pidió el chelín. Vino hacia mí una vieja culona como de cincuenta años,
tenía un vestido verde hasta la mitad de los muslos y calzaba tacones blancos.
Con toda amabilidad me tomó de la mano y me dijo: -Vení papito que te voy a
hacer rico. Aquella tijera tronaba y ella gemía para hacerme creer que yo la
estaba castigando duro. Allá en la sala sonaba a todo volumen la canción que
Papayón me había puesto en la roconola; era «El Cable» de Hugo Blanco, un
arpista venezolano que estaba de moda en esos días. Al final del descubrimiento
de la mujer, la doña me dijo: -Tomá mi amor, limpiate el boli con esto y lo
tiras en la vasinilla. Cuando salimos de ese templo del deseo, mis dos hermanos
y yo nos encaminamos a casa con paso firme a lo John Wayne, sacando pecho de
machos callejeros. Al llegar a casa nos robamos escondido una botella de
alcohol, por recomendación del mismo Papayón, y nos fuimos a un solar vacío
detrás de la casa; nos bajamos los pantalones y nos lavamos con alcohol las
pirinolas. Todavía escucho los gritos en mis oídos.